Tres respuestas maravillosas

Un conte que s’atribueix a León Tolstoi, i que està inclòs al llibre «EL MILAGRO DE MINDFULNESS» de Thich Nhat Hanh, on es fa palès la importància de viure conscientment  el present, ja que és l’únic moment del que veritablement disposem.

 

Un día se le ocurrió a cierto emperador que si supiera las respuestas de tres preguntas, nunca se equivocaría al tomar las decisiones.

¿Cuándo es el mejor momento para hacer algo?

¿Quiénes son las personas más importantes con las que debo trabajar?

¿Cuál es el tema más importante del que debo ocuparme en todo momento?

El emperador emitió un decreto por todo su reino anunciando que aquel que respondiera a las tres preguntas recibiría una gran recompensa. Muchos de los que lo leyeron se dirigieron enseguida al palacio con respuestas distintas.

Una persona respondió a la primera pregunta diciendo que el emperador debía confeccionar un programa, dedicando cada hora, día, mes y año a unas determinadas tareas y que después siguiera el programa al pie de la letra. Solo así­ podría realizar cada tarea en el momento adecuado.

Otra persona dijo que era imposible planear algo de antemano y que el emperador debía olvidarse de todos los entretenimientos vanos y estar siempre muy atento para saber qué era lo que debía hacer en cada momento.

Otra insistió en que el emperador nunca debía esperar tener toda la visión y la capacidad necesarias para decidir cuándo llevar a cabo cada tarea y que lo que realmente debía hacer era crear un Consejo de Sabios y actuar siguiendo lo que aquéllos le aconsejaran.

Otra persona dijo que algunos asuntos debían resolverse al instante y que no había tiempo para consultarlos, pero que si el emperador deseaba saber de antemano qué es lo que iba a ocurrir, debía preguntárselo a los magos y a los adivinos.

Las respuestas a la segunda pregunta también fueron distintas.

Una persona dijo que el emperador debía confiar en sus administradores, otra le exhortó que recurriera a los sacerdotes y a los monjes, y otras le recomendaron hacerlo en los médicos. Y algunas otras le aconsejaron incluso confiar en los guerreros.

La tercera pregunta también obtuvo una variedad similar de respuestas.

Algunos dijeron que la ciencia era lo más importante, otros, que era la religión, y otros reivindicaron la importancia de la destreza militar.

Como al emperador no le gustó ninguna de las respuestas, no dio la recompensa que había prometido.

Después de reflexionar durante varias noches, el emperador decidió ir a ver a un ermitaño que vivía en lo alto de una montaña y del cual se decía que estaba iluminado. El emperador esperaba poder dar con él y hacerle las tres preguntas, aunque sabía que el ermitaño nunca abandonaba las montañas en las que vivía y que era conocido por recibir solo a los pobres y negarse a tener trato alguno con las personas ricas o poderosas. De modo que se disfrazó como un simple campesino y ordenó a sus ayudantes que le esperaran al pie de la montaña mientras el subía por la empinada cuesta en busca del ermitaño.

Al llegar al lugar donde vivía el santo varón, el emperador vio que el ermitaño estaba cavando en el huerto delante de su cabaña. Al ver a un desconocido, el ermitaño lo saludó con la cabeza y siguió cavando. La tarea era sin duda agotadora. El ermitaño ya era un anciano y cada vez que clavaba la pala en la tierra, se ponía a jadear.

El emperador se acercó a él y entonces le dijo: «He venido hasta aquí­ para hacerte tres preguntas: ¿Cuándo es el mejor momento para hacer algo? ¿Quiénes son las personas más importantes con las que debo trabajar? ¿Y cuál es el tema más importante del que debo ocuparme en todo momento?».

El ermitaño escuchó atentamente al emperador, pero en lugar de responderle sólo le dio unas cariñosas palmaditas en el hombro y siguió cavando la tierra. El emperador le dijo: «Debes de estar cansado, deja que te eche una mano». El ermitaño, agradeciéndoselo, le entregó la pala y luego se sentó en el suelo para descansar.

Después de haber cavado dos hileras, el emperador se detuvo y, girándose hacia el ermitaño, volvió a hacerle las tres preguntas. El ermitaño en lugar de responderle se levantó y, señalándole con el dedo la pala, le dijo: «¿Por qué no descansas un poco? Ya me ocupo yo ahora de ello». Pero el emperador siguió trabajando en el huerto. Transcurrió una hora, y después dos horas más. Al final el sol empezó a ponerse tras la montaña. El emperador dejó la pala en el suelo y le dijo al ermitaño: «He venido hasta aquí­ para ver si podías responderme a estas tres preguntas. Pero si no vas a responderlas, te pido que me lo digas para que pueda volver a casa».

El ermitaño levantó la cabeza y le preguntó al emperador: «¿Tú también oyes a alguien corriendo cerca de aquí­?». El emperador volvió la cabeza. Los dos vieron a un hombre con una larga barba blanca saliendo del bosque. Corría enloquecido, cubriéndose con las manos una herida en el estómago que le estaba sangrando. Aquel hombre fue directo hacia el emperador y se desplomó en el suelo ante él gimiendo antes de perder el conocimiento. Al apartarle la ropa, el emperador y el ermitaño vieron que había recibido un profundo corte. El emperador le limpió la herida a fondo y utilizó su propia camisa para vendársela, pero la tela quedó empapada en cuestión de minutos. El emperador escurrió la sangre de la tela, le vendó la herida por segunda vez y siguió repitiendo este procedimiento hasta que la hemorragia se detuvo.

Cuando el hombre herido volvió en sí­, le pidió un poco de agua. El emperador se apresuró a ir a buscarla al río y volvió con una jarra llena de agua fresca. Mientras tanto el sol se había puesto y empezó a refrescar. El ermitaño ayudó al emperador a llevar al hombre hasta la cabaña y una vez allí­ lo dejaron en la cama del anciano. Aquel hombre cerró los ojos y se quedó tendido sin moverse. El emperador estaba agotado por el largo ascenso hasta la cueva y por haber estado trabajando en el huerto. Sin darse cuenta se quedó dormido con el cuerpo apoyado contra la puerta. Al despertar, el sol había ya salido y brillaba por encima de las montañas. Por un instante se olvidó de dónde estaba y qué era lo que había ido a hacer allí­. Al mirar hacia la cama, vio a un hombre herido mirando perplejo a su alrededor. Al ver al emperador, aquel hombre se le quedó mirando fijamente y le dijo con un hilo de voz: «¡Por favor, perdonadme!».

«Pero ¿Por qué me pides perdón?», le preguntó el emperador, sorprendido.

«Su majestad, no me conocéis, pero yo sí­ os conozco. Era vuestro peor enemigo y había prometido vengarme de vos, porque en la última batalla matasteis a mi hermano y confiscasteis mis propiedades. Cuando me enteré de que ibais a ir solo a la montaña para ver al ermitaño, decidí­ atacaros durante vuestro regreso y mataros. Pero después de esperar mucho tiempo y ver que no volvíais, decidí­ olvidarme de la emboscada e ir a buscaros. Pero en lugar de encontraros me topé con vuestros ayudantes que, al reconocerme, me hicieron esta herida. Por suerte, pude escapar y corrí­ a refugiarme a este lugar. Si no os hubiera encontrado, seguro que ahora ya estaría muerto. ¡Yo he intentado mataros y vos, en cambio, me habéis salvado la vida! ¡No podéis imaginaros lo avergonzado y a la vez lo agradecido que me siento! Si salgo de ésta con vida, prometo ser vuestro sirviente por el resto de mi vida e intentaré conseguir que mis hijos y mis nietos hagan lo mismo. Os ruego que me perdonéis».

El emperador se quedó encantado al ver que se había reconciliado con tanta facilidad con uno de sus antiguos enemigos. No sólo le perdonó, sino que además le prometió devolverle sus propiedades y enviarle a su propio médico y a sus sirvientes para que lo cuidaran hasta que estuviera recuperado del todo. Después de ordenar a sus ayudantes que llevaran a aquel hombre a su casa, el emperador volvió a ver al ermitaño. Antes de regresar al palacio quería plantearle las tres preguntas por ultima vez. Encontró al ermitaño sembrando las semillas en la tierra que había cavado el día anterior.

El ermitaño se levantó y mirando al emperador le dijo: «Pero tus preguntas ya han sido respondidas».

«Ah, ¿sí­?», respondió el emperador, desconcertado.

«Ayer, si no te hubieses apiadado de mi edad y no me hubieras ayudado a cavar los surcos, tu enemigo te habrí­a atacado al volver a tu hogar. Y entonces habrí­as lamentado mucho no haberte quedado conmigo. Por tanto, el tiempo más importante fue cuando estuviste cavando los surcos, la persona más importante era yo, y la tarea más importante era ayudarme. Más tarde, cuando aquel hombre herido llegó corriendo hasta aquí­, el tiempo más importante fue cuando le vendaste la herida, porque si no te hubieras ocupado de ella habrí­a muerto y tú no habrías podido reconciliarte con él. De igual modo, él era la persona más importante en aquellos momentos, y la tarea más importante era ocuparte de su herida. Recuerda que sólo hay un momento importante: el ahora. El presente es el único momento del que disponemos. La persona más importante es siempre aquella con la que estás, la que tienes ante ti, ya que ¿quién sabe si podrás relacionarte con cualquier otra en el futuro? La tarea más importante es hacer que la persona que está junto a ti sea feliz, éste es el cometido de la vida».